Mariátegui fue uno de los pocos pensadores marxistas que comprendieron la importancia de los pueblos indios en una articulación socialista y revolucionaria con otros sectores sociales
Del análisis de las luchas antisistémicas en América Latina en las últimas décadas destaca el papel de las resistencias y la construcción de autonomías de los pueblos indígenas. En México, Guatemala, Panamá, Colombia, Bolivia, Ecuador, Chile y Perú, entre los países signados por esta presencia, los movimientos indígenas han sido protagonistas persistentes en la caída de gobiernos, defensa de territorios, recursos naturales y estratégicos, enfrentándose sistemáticamente a las políticas represivas de los Estados y a la rapacidad de las corporaciones trasnacionales. De sus procesos autonómicos se han vislumbrado nuevas formas de gobierno participativo, renovadas convivencias políticas y propuestas para darle un nuevo contenido a la desgastada democracia institucionalizada. Las organizaciones políticas de los pueblos indígenas han mostrado su continuidad, perseverancia, flexibilidad e imaginación frente a la burocratización y deterioro de esfuerzos organizativos en los ámbitos partidistas, sociales y gremiales.
Por ello, es significativo que en el décimo Encuentro Internacional de Partidos Comunistas y Obreros, que tuvo lugar el mes pasado en Sao Paulo, Brasil, durante el cual se adoptó una Resolución en Solidaridad con los Pueblos de América Latina y del Caribe –que circuló profusamente por Internet–, en todo el texto sólo una vez se mencione a los indígenas, no como pueblos, categoría reservada al conjunto de la población de los países latinoamericanos, sino subsumidos como parte de los “diversos sectores de trabajadores”, entre los que se encuentran jóvenes, mujeres y campesinos que protagonizan “la oposición y la resistencia frente al saqueo de las riquezas, la privatización, la corrupción, la depredación ambiental, entre otros graves problemas de la actualidad”.
La omisión del papel relevante y específico de la lucha indígena se hace más notoria cuando en el documento se destaca que es la primera vez que esta reunión se lleva a cabo en nuestro subcontinente; se saluda y felicita al conjunto de las fuerzas democráticas, progresistas, populares y antimperialistas de la región, por las importantes luchas y los avances obtenidos a lo largo de la última década, “que hacen de esta parte del mundo uno de los más destacados polos de resistencia antimperialista y escenario de búsqueda de alternativas a la hegemonía imperialista, de lucha por la soberanía nacional y el progreso social”.
Esta declaración tiene similitudes con otra adoptada por el décimo Seminario Internacional sobre los Problemas de la Revolución en América Latina, que tuvo lugar hace dos años en Quito, Ecuador, en la que se afirma: “En todas estas acciones la clase obrera recupera su espacio de fuerza fundamental del proceso revolucionario, el campesinado, los pueblos indígenas y negros y la juventud se destacan por su combatividad y participación masiva en la lucha, negando en los hechos el discurso que pretendió prosternar la acción de la clase obrera al surgimiento de ‘nuevos actores sociales’. El proletariado, histórica y estratégicamente, nunca perdió su papel de fuerza fundamental del proceso revolucionario.”
Ambas declaraciones nos remiten en sus omisiones y comisiones al obrerismo, posición que tanto daño ha hecho a los procesos revolucionarios en el mundo entero y que parece ser un lastre difícil de abandonar por los partidos que se reclaman comunistas y obreros y promueven –en los hechos– una perspectiva jerarquizada de la lucha social. Ya en 1986, el notable teórico marxista Leopoldo Marmora definía este fenómeno que en el terreno de la política se expresó en atribuirle al proletariado misiones históricas que sobrepasan sus posibilidades reales. “Ni las ‘masas obreras’ ni el ‘partido del proletariado’ están en condiciones de ser –como tales– portadores de los intereses globales de la sociedad. El proletariado tiene y conservará siempre intereses de clase particulares y propios”. Una lucha contrahegemónica –afirmaba este autor– es una tarea nacional popular que desborda a la clase obrera y no puede ser depositada en un destino histórico exclusivo de esa clase. Esta lucha, necesariamente, tendrá que ser el resultado de un movimiento democrático y socialmente heterogéneo de masas. Marmora señaló la carga de esta herencia en los movimientos socialistas que consideraron a la burguesía liberal y al proletariado moderno como los únicos sujetos sociales posibles y necesarios de todo cambio real (El concepto socialista de nación, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1986.)
José Carlos Mariátegui fue uno de los pocos pensadores marxistas que comprendieron la importancia de los pueblos indios en una articulación socialista y revolucionaria con otros sectores sociales y culturales de nuestros ámbitos nacionales. Lamentablemente, esta tradición fue opacada por las corrientes neocolonialistas y eurocéntricas que prevalecieron en la mayoría de las organizaciones y partidos políticos de la izquierda, que no se interesan en los movimientos indígenas hasta que no irrumpen con la fuerza de las armas, o de sus incursiones masivas en la política, y –por lo que se observa– son renuentes a reconocer las visibles aportaciones de los pueblos indígenas en la construcción del socialismo del siglo XXI. En esta tarea participarán, no sólo como aliados tácticos sino a largo plazo, otros sectores sociales y socio-étnicos, y no sólo los enmarcados tradicionalmente en la izquierda o en el movimiento obrero. Asimismo, la articulación interna de este movimiento al socialismo no se ubica exclusivamente en el ámbito económico, en los intereses materiales objetivos de un grupo o clase social, o de la combinación y compromiso entre varios de ellos, sino también a nivel subjetivo, ideológico y cultural.
Por Gilberto Lopez y Rivas
Fuente: KAOS EN LA RED
www.kaosenlared.net
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