Gustavo Gorriti nos presenta un relato de las versiones más convincentes que ha podido recopilar sobre el ataque de la Policía Nacional desinformada y sin las herramientas que podría necesitar, como es una radio. A su criterio una victima más fue la democracia.
Por Gustavo Gorriti
Domingo siete. ¿Cuántos otros sepelios similares no vienen a la memoria? Ataúdes cubiertos con la bandera, en hombros de policías de la misma unidad, que marchan con rostros sombríos mientras la banda toca el sollozo instrumentado que es la marcha fúnebre Morán.
Muchos entierros así. Los muertos de Pómac, hace tan poco; los de la emboscada de Angasyacu, el 2005; los caídos en las decenas de emboscadas y combates de la guerra interna. Algunos murieron porque los abatió la mano pesada del destino. Pero otros muchos fueron conducidos a la tumba porque jefes incompetentes no cuidaron, no previeron, ni planificaron las medidas más obvias que hubieran prevenido las desgracias. O porque algunos corruptos les negaron los medios básicos, de material o entrenamiento, que les hubieran salvado la vida.
Pero los entierros que empiezan desde este domingo 7 de junio, son únicos en su alcance de tragedia: jamás había sufrido la Policía una cantidad tan alta de bajas en un día, en lo que al fin fue una sola acción. Ni en los peores momentos de la guerra interna. Veinticuatro policías asesinados (no hay otra palabra) en pocas horas. Es el peor desastre en la historia policial del país. Y no son solo los policías los que sufren y pagan un precio enorme. Todos lo sufriremos y todos lo pagaremos.
Veo la tribuna. Solo está el primer vicepresidente del Congreso, Álvaro Gutiérrez. No está el Presidente, ni el premier, ni la ministra, ni ningún otro miembro del gabinete. Pueden excusarse diciendo que tenían que asistir a la ceremonia de la Bandera. Pero, está claro que no van porque tienen miedo: no quieren escuchar los gritos de angustia, pero también de queja y protesta de los familiares. Si tuvieran honor, ahí estarían, firmes y estoicos aunque los pelen vivos. Pero eso, o se tiene o no.
¿Quién más está? La Marina es la única que ha mandado una delegación digna. El Ejército ha enviado una de bajísimo nivel. Provoca vergüenza ajena tal mezquindad. De la FAP ni se diga. No hay nadie.
Así, la peor tragedia de su historia es sufrida por la Policía en soledad. Si, pese a todo, fuera la soledad de una institución manejada con rectitud, eficiencia y honor, no necesitarían compañía. Pero no es así.
Detrás de la matanza hay jefes, brutos unos y cobardes y oportunistas los otros. Dirigidos por políticos tan inescrupulosos cuanto incompetentes, aunque administren su incapacidad con chillidos e histerias. Si se añade una multitud enardecida, acostumbrada a considerar que el policía es una piñata, pero dispuesta esta vez a romper la piñata con lanzas, los factores del resultado ya están ahí.
Si en el desalojo de Pómac la falta de armamento mató a los dos policías en enero de este año, en Bagua y en la Estación 6 fue el exceso de armamento lo que los mató.
¿Por qué? Porque en Bagua y la Estación 6, los policías de la Dinoes estaban armados con fusiles de asalto AKM, con por lo menos dos cacerinas de 30 balas cada una.
Además, tenían pistolas y granadas.
Ese es un equipamiento letal, con un poder de fuego arrasador. Pero que sirve para la guerra, no para el control de multitudes.
De acuerdo con los testimonios más confiables que he podido reunir, la operación de desalojo empezó antes de las seis de la mañana del viernes, con lo que se supuso iba a ser un ataque “sorpresa” al cerro que domina la Curva del Diablo.
El operativo “sorpresa” fue emprendido por 18 policías. Estaban tan mal informados que se encontraron con alrededor de 500 manifestantes. Lanzaron gases, a corta distancia. Se produjo una trifulca. Y en ella, según relataron manifestantes a un experimentado periodista televisivo, un policía disparó, o se le escapó (que creo más probable), una ráfaga. Cayeron cerca de 25 nativos; dos murieron y la mayoría quedaron heridos, entre ellos el dirigente Santiago Manuin a quien inicialmente reportaron como muerto.
Los nativos rodearon a los policías y los amenazaron a corta distancia con sus lanzas. Ese fue el momento de la alternativa del diablo: en segundos hubo que decidir si disparar o rendirse. Disparar era salvarse, pero ocasionando una matanza. Rendirse, hasta ese viernes, significaba un moqueguazo: humillación pública, golpes, pero se salvaba la vida y no se segaba otras.
Los policías, mandados por el mayor Bazán, un excelente oficial, se rindieron y entregaron sus armas.
Con esas mismas armas los mataron.
Abajo, nadie sabía lo que pasaba, porque la Policía no tiene radios. Así como lo escuchan; en plenas operaciones se comunican entre sí por celular.
Algunos nativos despojaron de sus uniformes a los policías muertos y se acercaron al resto de Dinoes, para dispararles, según versión proveniente de aquéllos. Dos llegaron a hacerlo e impactaron a varios policías. También le dispararon al helicóptero.
A partir de ahí se inicia la balacera y la Dinoes arremete con todo. Cuando avanzan con el camión blindado Caspir por delante, la resistencia se desmorona en un momento, hay un sálvense quien pueda, y el desbloqueo se convierte en violentas capturas y persecuciones.
Entre tanto, en la Estación 6, el comandante Miguel Montenegro –un notable oficial, que fue jefe de salvataje en Lima el año pasado– no sabe lo que está pasando. No tiene radio, está aislado y su celular no alcanza señal. Los dirigentes nativos, que tienen virtualmente controlada la base desde el inicio de la protesta, sí están informados, sobre todo por la red de radios comunitarias. Montenegro ha jugado sus cartas al diálogo y no hace ningún aprestamiento bélico. De manera que cuando los nativos, que ya ocupan todo el perímetro de la base, deciden dominarla, no tienen que hacer casi ningún esfuerzo.
Despojados de sus uniformes, amarrados con sus pasadores y, en el caso de Montenegro, cegados por un líquido que le refriegan en los ojos, tratan de negociar su vida. Según los sobrevivientes, los aguarunas están divididos. Unos quieren matar a toda costa. Otros se niegan. Montenegro llega a subir a un cerro con sus captores para tratar de encontrar señal con la que llamar a Lima, a su comando, a la radio, pero tampoco la captan. Ahí se inicia la matanza de policías. Algunos, los más jóvenes, escapan, ayudados, parece, por los aguarunas que no querían matar.
Según testimonios de fuente policial, los sobrevivientes llegaron al cuartel del Ejército, que está a pocos minutos de la Estación. De acuerdo con ellos, el Ejército no organizó las inmediatas patrullas de rescate que hubieran permitido salvar, quizá, algunas vidas. Esto debe ser investigado a fondo.
Esa es la historia de la matanza de policías, según las versiones más convincentes.
Hay mucho que decir sobre el manejo terriblemente inescrupuloso de este conflicto. Y, claro está, hay mucho que lamentar en los resultados de esta represión. El costo ha sido exponencialmente mayor que el problema.
Pero siento que no se ha escrito lo suficiente sobre el policía como víctima. Guardianes de la ley a quienes la corrupción, la incompetencia y la arrogancia de sus jefes llevó al sacrificio. Son policías que murieron porque escogieron no matar. ¿Por qué se los colocó en esa diabólica disyuntiva?
Y, desde una perspectiva de derechos humanos, de defensa alerta de la democracia, hay que decir con claridad lo siguiente: Nada justifica atacar y mucho menos matar a un policía. Ningún Estado, ni la democracia más liberal de la tierra, puede tolerarlo. La defensa de los derechos humanos exige tener una Policía fuerte y respetada. Si cualquier poblada golpea, humilla y mata impunemente a policías; si cualquier psicópata insulta o atropella a policías de tránsito y no le pasa nada, nos encaminamos a una corrosión social que terminará como siempre termina, con una víctima más: la democracia.
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