Bartolomé Clavero
Miembro del Foro Permanente de Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas
Obtenido de: http://clavero.derechosindigenas.org
SERVINDI-Servicios en Comunicación Intercultural (http://www.servindi.org) transmite desde Perú la noticia de la denuncia recién presentada por la Fiscal Adjunta Titular de Chachapoyas, Luz Rojas, ante el Primer Juzgado Penal de Utcubamba contra dos generales, el jefe de la Cuarta División Territorial de la Policía, Javier Uribe Altamirano, y el Comando Operativo de la Dirección Nacional de Operaciones Especiales de la Policía, Luis Elías Muguruza, y quince efectivos de la Policía Nacional por imputación de delito de homicidio calificado en agravio dado el uso desproporcionado de armas de fuego de corto y largo alcance en los sucesos de Bagua de los pasados 5 y 6 de junio. Es un paso que despierta expectativa puesto que se enfrenta al negacionismo del Gobierno sobre acto ninguno indebido de la policía y a su manipulación de la justicia para evitar que se admitan a trámite este tipo de denuncias.
El escenario oficial con el que esta denuncia contrasta es el del más cerrado negacionismo y la más resuelta manipulación desde el momento mismo en el que ocurrieron los hechos y hasta el día de hoy, dos meses bien largos más tarde. Si alguna voluntad ha mostrado hasta ahora el Gobierno, es la de una absoluta falta de disposición para admitir ninguna investigación imparcial y suficiente. Está a estas alturas claro que nunca se esclarecerá satisfactoriamente lo sucedido pues la indagación a fondo pueden impedirla quienes, según todos los visos, tienen algo que ocultar. ¿Qué otra explicación puede tener el comportamiento mendaz, errático y obstruccionista del Gobierno peruano? ¿No hubiera en otro caso animado la constitución y el funcionamiento de una comisión de investigación dotada de medios suficientes y formada con representación indígena y participación internacional conforme recomienda el Relator Especial de Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos y las libertades fundamentales de los indígenas? Quienes están en la clave de lo ocurrido no pueden ni dejar de mentir ni permitir la búsqueda de la verdad. Tienen sus razones y cuentan con los poderes para hacerlo. No son, como puede verse por la acción de la Fiscalía de Chachapoyas, todo el Estado, pero controlan los resortes principales.
En vez de atender la recomendación del Relator Especial, invitado a una apresurada visita a Bagua por el propio Gobierno del Perú, éste tomó su informe como lo que no era ni podía ni quería ser y esto es como concluyente. Ya está dicho que proponía una comisión de investigación para la que no hay disposición alguna por parte gubernamental. Al tiempo, el Gobierno apoyó una intervención humanitaria de la Defensoría del Pueblo bajo las condiciones luego manifiestas de que no abriese indagaciones sobre atentados de los poderes públicos contra los derechos humanos, lo que significó la renuncia al ejercicio de su genuina función constitucional, y de que presentase sus averiguaciones sobre muertes, lesiones y detenciones como definitivas, lo que hizo pese a ser algo realmente aventurado en las circunstancias producidas por la propia masacre. El mismo Gobierno se encargó de fomentar la situación que hiciera improbable la franqueza o la comparencia ante la Defensoría de quienes tuvieran conocimiento de desapariciones o sospecha de muertes más allá de las reconocidas. A esto de la disuasión vino una política inmediata de persecución unilateral de indígenas partícipes en los sucesos de Bagua o dirigentes de organizaciones involucradas.
La política gubernamental de persecución policial y judicial tan sólo de indígenas fue paladina desde el primer momento. Es algo que acusan los propios informes promovidos por el Gobierno. Nadie se toma realmente en serio las declaraciones gubernamentales de que se había dispuesto también la investigación sobre el comportamiento en Bagua de la policía y de otras fuerzas públicas armadas, pues resulta además que el asunto no sólo político, sino incluso penal, no consiste en la identificación y procesamiento tan sólo ni principalmente de quienes, policías o militares, dispararon u ordenaron disparar, sino también de las autoridades civiles que, conforme a sus competencias constitucionales, decidieron el operativo con tales órdenes, lo que apunta al Presidente de la República ante todo.
He ahí donde se sitúa el obstruccionismo de quienes no aceptan la sugerencia de que se proceda a una investigación a fondo con dotación de medios y garantías de imparcialidad. Pretenden que se bastan la Fiscalía y la Justicia peruanas, pero, aparte de que no cuentan ni con bastante confianza ni con medios suficientes para penetrar en el mundo de las comunidades, el mismo ambiente de disuasión creado por la política de persecución compromete su trabajo. ¿Cómo van las comunidades o sus representantes a declarar ni, aún menos, a denunciar la existencia de desaparecidos o desaparacidas cuando, de no estar ya muertos en paradero desconocido, eso automáticamente provocaría su persecución policial como partícipes en los sucesos de Bagua? Este es el mensaje que oficialmente se transmite desde un primer momento y que se mantiene hasta hoy.
Que el Gobierno del Perú reclame confianza en la Justicia peruana resulta escandaloso a la luz de su propio comportamiento. Basta observar cómo la policía intenta manejar relaciones con la Fiscalía y la Justicia. Si, como ya ha ocurrido antes de la denuncia de ahora, la primera pone en duda que los indígenas de Bagua estuvieran armados, como pretendía y pretende el Gobierno, y la segunda no encuentra otros indicios suficientes para proceder contra indígenas acusados por la policía, ésta se encarga de buscar un juzgado lejos de Bagua, en Lima, más comprensivo con la política gubernamental. No valen principios de juzgado natural ni de debido proceso entre otras razones porque para el Gobierno no se trata de juzgar sino de amedrentar, de provocar la huida, la clandestinidad y el silenciamiento de testigos presenciales. Presentarse como testigo de cargo es exponerse a la detención por la policía. En los foros internacionales el Gobierno peruano insiste en que Perú es una democracia con la debida división de poderes, por lo que constituiría una ofensa a su poder judicial recurrir a una investigación internacional. Hay por supuesto quienes, por desinformación o también por complicidad, dan crédito. Baste leer los informes alternativos que acompañan las comparecencias internacionales del Perú para no llamarse a engaño.
Perú también repite en los foros internacionales la cantinela inverosímil de que los indígenas atacaron por incitación y con apoyo del exterior y de que la víctima de la agresión es así el propio Perú. Se ha llegado al despropósito de exigir para el Perú, no para las víctimas, reparaciones en su caso internacionales por el daño que se le habría causado con informaciones que sigue tachando de infundadas y tergiversadas. ¿A qué viene tanta sobreactuación? Es una manera de desviar la atención de todo lo que acreditan las informaciones independientes y los análisis solventes. Como hecho imputable al Gobierno, Bagua es grave por sí sólo, pero más grave resulta si se le sitúa en su contexto, en el contexto de las propias políticas del Gobierno peruano.
Bagua ha sido un desenlace sangriento de la resistencia indígena a las políticas de invasión empresarial de la Amazonía con impulso y respaldo incondicionales de parte del Gobierno, políticas que se habían intensificado en este último par de años con efectos palpables de hacer literalmente imposible la vida a comunidades enteras. El Presidente de la República teorizó esas políticas en términos paladinamente racistas de consideración de la presencia indígena como inutilidad y estorbo para el aprovechamiento de los recursos de la Amazonía. Se encendieron todas las alarmas que el Gobierno ya olímpicamente ignoró, ya hizo algún amago por amortiguar o, mejor dicho, por acallar. La responsabilidad gubernamental por los sucesos de Bagua se pone plenamente de relieve en este contexto de una política de signo, en el fondo, genocida.
Se dan en dicho contexto los dos elementos esenciales del crimen de genocidio para el derecho internacional: la intención de eliminar y el resultado de poner en serio riesgo la subsistencia de grupos étnicos. Ante esta grave acusación, se explica aún mejor la sobreactuación. En medios oficiales peruanos se viene repitiendo que el Relator Especial de Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos y las libertades fundamentales les ha eximido de dicha imputación, lo que el mismo ni puede hacer ni ha hecho. Lo peor del empecinamiento peruano no es ya el que rehuya con todo ello responsabilidades, sino que lo haga de modo que impide cualquier recapacitación. Si hay conclusiones, son la de que la amenaza de consumación del genocidio sigue cerniéndose sobre la Amazonía peruana y la de que los mecanismos de prevención internacional resultan buenos para poner en evidencia, pero deficientes para ponerse en práctica.
Tampoco parece que en Perú estén la Fiscalía en condiciones y la Justicia en disposición de conducir una indagación a fondo. Difícilmente la denuncia de la Fiscalía de Chachapoyas va a producir rectificación de unas políticas genocidas ni reparación por sus efectos, pero viene al menos a reclamar justicia frente a quienes parecen los más inmediatos responsables de la masacre de Bagua. Es también una llamada de atención sobre lo que queda y aún puede investigarse: la vertiente más grave de las responsabilidades políticas y penales de parte gubernamental.
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